El patín me enseñó a soñar con una competición, con un equipo, con una medalla, me enseñó a llorar con un simple error sobre el final, con esa competición que falté, me enseñó a creer más que nunca en los patines, a festejar cuando me sale un salto. El patín me enseñó a ayudar al amigo que se lesiona, a valorar cada salto, cada figura, a intentar algo nuevo, a levantarme tras esa caída. El patín me enseñó la sensación de volar, me dio amigos, me regaló un mundo, me formó como persona, me formo un camino, me hizo valorar cada segundo (dentro y fuera de la pista). Me enseñó el aguante de los amigos en las malas. El patín me enseñó a caer y volver a intentarlo, a que todo se puede, aunque sea muy difícil. Me enseñó a cuidar los patines, a confiar y ver cómo el amor y la práctica se combinan. Me hizo pensar y luchar por lo que quiero. El patín me enseñó que en la pista siempre hay que dejar el alma, que vale el esfuerzo, y los resultados mejoran. El patín me enseñó a pasar días enteros practicando, y me dio las fuerzas seguir haciéndolo. El patín me enseñó a valorar cada vez que entro a la pista, y a sentir los patines, a entregar todo por un punto más, a sacrificarme por mi club y a darle confianza a los demás. El patín me enseñó la satisfacción de los pies cansados, a matarme por  una pirueta, a quererla porque es parte de mí.

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